28.12.07

Feliz-grandioso-amoroso 2008 para todos

Prometo volver en febrero y dejar otro cuento, ¿quieren? Prometo descansar y también escribir en mis vacaciones.
Dejo un cariño sincero para mis amigos y la feliz bienvenida a quienes lleguen por vez primera.

11.5.07

Olor y filo


Lo que me vuelve es el olor de la casa. No los olores sino ese olor imperativo, incomparable, como jamás volví a sentirlo. Olor a ingrediente de una combinación sólida, vigorosa. Semejante a salsa roja, a horno encendido, a fideos y vino del domingo. El olor me vuelve siempre mezclado con un filo de cuchillas.

Arrastro el escobillón por los rincones del departamento. Parece que estuviera barriendo pero sólo arrastro el escobillón, o él me arrastra a mí, no sé. Le cambio el agua a las flores, lavo sus tallos con cuidado para que duren unos días más. Suavecito paso una franela por los bordes, por atrás, por el frente del portarretratos y es extraño porque lo veo sonreírme tiernamente y no puedo devolverle la sonrisa.


Siempre decía que uno puede desprenderse del abrigo, de los zapatos, cambiar el auto, la marca de cigarrillos, reemplazar perro por gato; hacer todo eso sin nostalgia, sin emoción alguna, así, simple; con un gesto automático, como mantener en la mano, durante horas, el control del televisor, pero, mientras van cambiando los canales uno sigue estático con la certeza de que imágenes y sonidos seguirán desfilando inocuos, nulos, equivalentes a nada, sin transmitir satisfacción o dolor extremo. El dolor extremo es otra cosa, decía. Hoy siento que tiene ese olor mezclado que me vuelve. Cambiar de casa por ejemplo. Habitar otro espacio es un desgarro, cortaduras salvajes en el alma, puñaladas atroces.

El camión de las mudanzas hizo varios viajes. Me traje todo, aunque este departamento es minúsculo. Traje los floreros, la tierra de los últimos días sobre los muebles, el jabón de tocador usado, el chaleco de Vicente, las canillas de la cocina, los cerámicos del patio, la afeitadora de Vicente, la puerta del dormitorio, el cepillo de dientes de Vicente, no dejé ni la ramita de olivo reseca que me dio el padre Luís, bendición mediante, para protegerme de toda ausencia.

Apilé una cosa sobre otra. No hay lugar para moverse en la cocina y ya no hago fideos los domingos. A veces pasan varios días sin que haga nada de nada.

Lo mismo él me sonríe tiernamente y en vez de devolverle la sonrisa, con franela y un filo de cuchillas, le arranco la tierra que lo cubre.

3.4.07

Dibujo en el vidrio


Como si fuera parte obligada del paisaje o estuviera dibujada en el vidrio de la ventana ella está ahí como siempre, sentada en su sillón de mimbre, sin mecerse, si al menos se meciese, de a ratos aunque sea.

Ahí está, casi no duerme, ni come, ni se baña, siempre ahí en el vidrio, obligándome a verla. Con sus ojos clavados hacia el frente y esa mueca vacía en sus arrugas apiladas. En la pared izquierda tiene esa inmensa biblioteca, las hojas de los libros deben haberse pegado unas con otras de tanto estar cerrados, y el tubo del teléfono que colocó hace más de cuarenta años en un rincón junto al florero, debe estar adherido al aparato de tanto no ser usado. Su mente se ve inservible como un pote de crema vacío, ni siquiera recuerdos, tiene tantos años, tantas noches, tantos días acumulados que la memoria se le debe haber herrumbrado hasta convertirse en masa amorfa para luego caer derrumbada. ¿Para qué sigue allí?

Si al menos rezara, a cualquier Dios pero que elevara alguna oración, por lo menos tendría un motivo, una esperanza, haría un movimiento con sus manos al juntarlas, o giraría el iris gastado de sus ojos para mirar al cielo.

Desde hace un tiempo me molesta bastante más esa estatua de carne clavada en el vidrio de la ventana.

Un día, hace poco, su teléfono intentó emitir algún sonido, yo pensé amenazarla de muerte, tal vez así reaccionaría, comenzaría a temblar, cambiaría la expresión de piedra de su cara. Pero no pude hacerlo.

No, no era buena idea, quizás hacerla levantar del sillón le renovara algunas fuerzas, o el escuchar una voz le ofreciera ilusiones de matar su soledad y entonces podría prolongar por muchos años más su monótono dibujo en el vidrio.

Es necesario llevar a cabo un plan añejo que fui armando minuciosamente y repasando día a día para no perder detalle, sólo tendría que esperar una pequeña distracción suya para tomar el cuchillo filoso, ese que me compré en el 51 cuando salí por última vez para ir de vacaciones, luego debería cruzar, ella probablemente no me vería, pero si lo hiciera no podría imaginar jamás que yo entraría en su casa, y mucho menos por la puertita de atrás. El único problema es que no logro recordar donde guardé el cuchillo, creo que lo escondí en la biblioteca, detrás del teléfono, desde acá no logro verlo.

¡Oh! Me descuidé y ella no está más allí. Pero ya volverá, volverá y se colocará de piedra otra vez en la ventana. Este es el momento de distracción que yo esperaba, debo ir ahora a buscar el cuchillo.

¡Ay! ¡Cómo duelen las piernas! Un paso. Dos ¡Qué dolor! Otro paso. No lo veo. ¿Y ese ruido? ¿Es la puertita de atrás?
Pero, ¿quién podría entrar acá?

22.2.07

Nora Burgos, la palabra


Nora Burgos fue la profesora más notable de la Facultad de Letras. Nadie pudo olvidarla. Le encantaba hacer que sus alumnos recorriesen desde el principio hasta el final del lenguaje en cada concepto, en cada teoría.

Fui su ayudante de cátedra durante los últimos años, y aunque solía proponerle temas con la metodología autorizada para la toma de exámenes, ella siempre impuso su criterio. Muy pocos llegaban a graduarse después de rendir docenas de veces su materia.

Nora Burgos era una mujer atractiva aunque formal, usaba el cabello recogido, trajecitos clásicos y una sonrisa fresca la acompañaba siempre. Jamás decía una palabra que no fuese absolutamente necesaria. Sólo en ciertas ocasiones, cuando dictaba sus clases, se sumergía de tal forma en la perfección del idioma que por minutos se perdía dentro de él.

Yo trataba de ayudar a los alumnos que, cansados de acumular aplazos, terminaban por odiar la carrera. La recuerdo mientras hablaba, se paseaba delante del pizarrón, desde una pared hasta la otra, siempre mirando el piso, con su mente internada en mundos laberínticos, desconocidos. Miraba mi reloj mientras el aula iba vaciándose y entonces la llamaba, le decía: terminó la clase, Nora, Nora. La nombraba varias veces, casi gritaba hasta lograr que se ubicara en el tiempo y el espacio.

El Secretario Académico y un grupo de antiguos docentes de la Facultad, preocupados por la deserción estudiantil y las quejas de los alumnos, intentaron hacerle reflexionar sobre sus exigencias. Ella, impecable, con un discurso de largas horas, expuso sus razones y finalmente todo siguió igual.

No olvido ese otro día en que llegó eufórica. Me confesó que investigaba la extensión de la palabra, hasta cuales puntos se podría avanzar antes de llegar al silencio. Después la vi, juro que la vi y también la oí. Sentada sobre un sillón con ruedas, dejaba colgar brazos, piernas y balanceaba todo el cuerpo al ritmo de su voz. Una danza ilusoria la llevaba por las ondulaciones de la o, la interrupción de una coma, por el sobresalto de la be larga, mientras un coro fantasmal la acompañaba.

Más tarde, estuvo ausente algunos meses. Yo debí asumir la responsabilidad de la cátedra. Continuamente trataba de comunicarme con Nora, pero no respondía ni al teléfono ni al timbre de su casa.

Volvió un lunes de setiembre sin aviso previo. Se presentó en el aula al comienzo de la clase. Entró levemente, iba descalza, la cabeza en alto como siempre, el cuerpo cubierto solamente con un camisón ancho y transparente, su pelo suelto era como un torrente dorado cubriéndole la espalda. Cuando los alumnos la vieron casi se desmayan. Saludó con un gesto parecido a la sonrisa y sin esperar respuesta nos ofreció su lección insuperable.

He descubierto la actividad interna del lenguaje, dijo. He llegado a espacios virginales y los he poblado con parejas fértiles de palabras. Igual que antes, caminaba desde un extremo al otro, mirando siempre hacia el piso. De pronto advertimos que sus pies no tocaban las baldosas, iba y venía por sobre las ondas emisoras de su voz. El camisón y el pelo larguísimo y dorado le flameaban como si un viento imperceptible a nuestros ojos los guiara desde siempre.

Yo soy palabra, dijo, y no hay palabra igual a mí. Hablo a través de una palabra y enmudezco atravesando otra palabra. El lenguaje es una gran isla escabrosa, abarrotada de voces peregrinas, ninguna igual, ninguna total y diferente.
Las palabras suelen salir a los mundos en caravana, armadas de frases de conquista. Adelante van las guías, las no dichas, las futuras, ellas prescriben el universo.

Deambulaba por encima de nosotros, por el sitio libre trazado entre nuestras cabezas y el techo.

Y no hay blancos impenetrables, dijo, cruzamos la hendidura de la mente y unimos los abismos.
¡Ahora, vamos futuras! Abrazaremos el corazón del silencio, compartiremos sus trazos y sus signos.
Fundaremos el idioma integral y absoluto.

Y Nora Burgos, radiante, sublime, mágica se disolvió en el aire.