11.5.07

Olor y filo


Lo que me vuelve es el olor de la casa. No los olores sino ese olor imperativo, incomparable, como jamás volví a sentirlo. Olor a ingrediente de una combinación sólida, vigorosa. Semejante a salsa roja, a horno encendido, a fideos y vino del domingo. El olor me vuelve siempre mezclado con un filo de cuchillas.

Arrastro el escobillón por los rincones del departamento. Parece que estuviera barriendo pero sólo arrastro el escobillón, o él me arrastra a mí, no sé. Le cambio el agua a las flores, lavo sus tallos con cuidado para que duren unos días más. Suavecito paso una franela por los bordes, por atrás, por el frente del portarretratos y es extraño porque lo veo sonreírme tiernamente y no puedo devolverle la sonrisa.


Siempre decía que uno puede desprenderse del abrigo, de los zapatos, cambiar el auto, la marca de cigarrillos, reemplazar perro por gato; hacer todo eso sin nostalgia, sin emoción alguna, así, simple; con un gesto automático, como mantener en la mano, durante horas, el control del televisor, pero, mientras van cambiando los canales uno sigue estático con la certeza de que imágenes y sonidos seguirán desfilando inocuos, nulos, equivalentes a nada, sin transmitir satisfacción o dolor extremo. El dolor extremo es otra cosa, decía. Hoy siento que tiene ese olor mezclado que me vuelve. Cambiar de casa por ejemplo. Habitar otro espacio es un desgarro, cortaduras salvajes en el alma, puñaladas atroces.

El camión de las mudanzas hizo varios viajes. Me traje todo, aunque este departamento es minúsculo. Traje los floreros, la tierra de los últimos días sobre los muebles, el jabón de tocador usado, el chaleco de Vicente, las canillas de la cocina, los cerámicos del patio, la afeitadora de Vicente, la puerta del dormitorio, el cepillo de dientes de Vicente, no dejé ni la ramita de olivo reseca que me dio el padre Luís, bendición mediante, para protegerme de toda ausencia.

Apilé una cosa sobre otra. No hay lugar para moverse en la cocina y ya no hago fideos los domingos. A veces pasan varios días sin que haga nada de nada.

Lo mismo él me sonríe tiernamente y en vez de devolverle la sonrisa, con franela y un filo de cuchillas, le arranco la tierra que lo cubre.