27.2.08

Sin valor literario


¿Cervicales o vicios?

Sabe, Licenciado, cuando mi madre todavía no necesitaba alimentarse con sopas o papillas especiales, no consumía tesitos contra los calambres, tesitos contra la pérdida de memoria; o cuando todavía no necesitaba que, a las 6 AM, le dejaran la pastillita rosada sobre la lengua; la naranja, después de medirle la tensión arterial; la marrón, después de bañarla; la verde, después de cambiarle los pañales, y cuando tampoco requería de una nebulización cinco veces al día, previa limpieza de líquidos que caían por su naríz o por su boca y le empapaban y le paspaban el mentón hasta el final del cuello, justo donde comenzaba la tela absorbente de su babero.

Decía, antes de que mi madre necesitara una atención filantrópica-permanente como la que finalmente recibe de mi venerable-martir hermana, quien no trabaja, no hace deporte ni arte, no hace compras en el super ni va al teatro ni va al cine, no hace reuniones con humanos ni habla con vegetales o con aves lenguaraces de los parques.
Antes de todo eso, le decía, mi madre vivía conmigo. Por esos remotos tiempos, yo la miraba en su cama y me preguntaba si realmente se acostaba, o si dormía sentada con el noctámbulo propósito de salir corriendo hasta la ventana, en el mismo instante en que cualquier ruidito extraño proveniente de la calle, la inquietara.

Claro, no puedo negar que así mis archivos informáticos se mantenían en constante actualización. Al día siguiente, mientras yo me preparaba para ir al trabajo, mi santa madre, arrastrando sus chancletas y chorreando por el piso un mate lavado, re dulce y helado, me perseguía con el firme designio de contarme el romance de alguna vecina joven con un tipo canoso, gordo, dueño de algún carísimo auto. Siempre decía, con aire de divinidad y sapiencia de Nostradamus, que los galanes de las vecinas no tan jóvenes debían ser muchachitos, garzoncitos que ella nunca vio pues pasaban sin hacer ruido. ¡Pobres!, pasan a pie o en bicicleta, algunos dejan dinero y otros, placer, ahhhhhh, agregaba. Después, mientras yo salía corriendo para alcanzar los treinta minutos de tolerancia del fichero de mi trabajo, me gritaba: ¨Nena, si andás con tiempo, ¿podrías comprarme otra almohadita porque la de abajo ya está un poco machacada?¨ Cuatro tenía, ¡cuatro almohaditas! Una arriba de otra. Duerme sentada, ¿Serán cervicales o un ridículo vicio que la obliga a consumir vida secreta del vecindario?
Bueno, Licenciado, en realidad no es tan grave mi situación, ¿no? Sólo que por estos días me ando preguntando: ¿Por qué la ciencia asegura que la raza humana va mejorando con el tiempo? ¿No descubrieron que dentro de no sé cuántos años van a nacer todos enanos, peludos y oscuros? ¿No fueron los monos quienes iniciaron la especie? ¿O tenían orden de llegada y de regreso, ya están volviendo? Si las nuevas generaciones se van perfeccionando con respecto a las anteriores, ¿por qué ayer, al hacer mi cama, coloqué una tercera almohadita para sentirme mejor? ¿Cuál será la marca de pañales más económica? ¿Y los baberos más suaves?