22.2.07

Nora Burgos, la palabra


Nora Burgos fue la profesora más notable de la Facultad de Letras. Nadie pudo olvidarla. Le encantaba hacer que sus alumnos recorriesen desde el principio hasta el final del lenguaje en cada concepto, en cada teoría.

Fui su ayudante de cátedra durante los últimos años, y aunque solía proponerle temas con la metodología autorizada para la toma de exámenes, ella siempre impuso su criterio. Muy pocos llegaban a graduarse después de rendir docenas de veces su materia.

Nora Burgos era una mujer atractiva aunque formal, usaba el cabello recogido, trajecitos clásicos y una sonrisa fresca la acompañaba siempre. Jamás decía una palabra que no fuese absolutamente necesaria. Sólo en ciertas ocasiones, cuando dictaba sus clases, se sumergía de tal forma en la perfección del idioma que por minutos se perdía dentro de él.

Yo trataba de ayudar a los alumnos que, cansados de acumular aplazos, terminaban por odiar la carrera. La recuerdo mientras hablaba, se paseaba delante del pizarrón, desde una pared hasta la otra, siempre mirando el piso, con su mente internada en mundos laberínticos, desconocidos. Miraba mi reloj mientras el aula iba vaciándose y entonces la llamaba, le decía: terminó la clase, Nora, Nora. La nombraba varias veces, casi gritaba hasta lograr que se ubicara en el tiempo y el espacio.

El Secretario Académico y un grupo de antiguos docentes de la Facultad, preocupados por la deserción estudiantil y las quejas de los alumnos, intentaron hacerle reflexionar sobre sus exigencias. Ella, impecable, con un discurso de largas horas, expuso sus razones y finalmente todo siguió igual.

No olvido ese otro día en que llegó eufórica. Me confesó que investigaba la extensión de la palabra, hasta cuales puntos se podría avanzar antes de llegar al silencio. Después la vi, juro que la vi y también la oí. Sentada sobre un sillón con ruedas, dejaba colgar brazos, piernas y balanceaba todo el cuerpo al ritmo de su voz. Una danza ilusoria la llevaba por las ondulaciones de la o, la interrupción de una coma, por el sobresalto de la be larga, mientras un coro fantasmal la acompañaba.

Más tarde, estuvo ausente algunos meses. Yo debí asumir la responsabilidad de la cátedra. Continuamente trataba de comunicarme con Nora, pero no respondía ni al teléfono ni al timbre de su casa.

Volvió un lunes de setiembre sin aviso previo. Se presentó en el aula al comienzo de la clase. Entró levemente, iba descalza, la cabeza en alto como siempre, el cuerpo cubierto solamente con un camisón ancho y transparente, su pelo suelto era como un torrente dorado cubriéndole la espalda. Cuando los alumnos la vieron casi se desmayan. Saludó con un gesto parecido a la sonrisa y sin esperar respuesta nos ofreció su lección insuperable.

He descubierto la actividad interna del lenguaje, dijo. He llegado a espacios virginales y los he poblado con parejas fértiles de palabras. Igual que antes, caminaba desde un extremo al otro, mirando siempre hacia el piso. De pronto advertimos que sus pies no tocaban las baldosas, iba y venía por sobre las ondas emisoras de su voz. El camisón y el pelo larguísimo y dorado le flameaban como si un viento imperceptible a nuestros ojos los guiara desde siempre.

Yo soy palabra, dijo, y no hay palabra igual a mí. Hablo a través de una palabra y enmudezco atravesando otra palabra. El lenguaje es una gran isla escabrosa, abarrotada de voces peregrinas, ninguna igual, ninguna total y diferente.
Las palabras suelen salir a los mundos en caravana, armadas de frases de conquista. Adelante van las guías, las no dichas, las futuras, ellas prescriben el universo.

Deambulaba por encima de nosotros, por el sitio libre trazado entre nuestras cabezas y el techo.

Y no hay blancos impenetrables, dijo, cruzamos la hendidura de la mente y unimos los abismos.
¡Ahora, vamos futuras! Abrazaremos el corazón del silencio, compartiremos sus trazos y sus signos.
Fundaremos el idioma integral y absoluto.

Y Nora Burgos, radiante, sublime, mágica se disolvió en el aire.